En los últimos años, la terapia asistida por psicodélicos (TAP) ha despertado un renovado interés, no solo por su potencial clínico, sino por cómo integra el conocimiento científico con la experiencia emocional y la exploración de la conciencia. En este contexto, la música ha pasado a ser mucho más que un fondo sonoro; se ha convertido en un componente activo del proceso terapéutico.
Durante una sesión de TAP, la música actúa como guía durante las fases de la experiencia: desde la preparación inicial, pasando por la inmersión más intensa, hasta las etapas de resolución e integración. Esta secuencia, descrita desde los años setenta, ha sentado las bases para estructurar la selección musical. Para cada fase se eligen piezas específicas—habitualmente instrumentales, atmosféricas y progresivas—que ayudan a sostener el proceso interno y favorecer la entrega emocional.
A nivel cerebral, los psicodélicos parecen amplificar cómo se percibe y procesa la música. Estudios de neuroimagen han mostrado una mayor activación en regiones relacionadas con la emoción y la percepción sonora, como la corteza auditiva, ínsula y amígdala. Además, se ha observado una conexión más intensa entre áreas como el parahipocampo y la corteza visual, lo que podría explicar recuerdos vívidos o imágenes evocadas por sonidos.

Pero los cambios no son solo transitorios. En personas tratadas con psilocibina, se ha registrado un incremento en el placer que provoca la música, junto con una reducción en la conectividad entre el núcleo accumbens y estructuras asociadas al pensamiento repetitivo, como la red neuronal por defecto (DMN). Esta reorganización de la actividad cerebral, especialmente durante la escucha musical, se ha relacionado con una mayor entropía neuronal, es decir, una dinámica cerebral más flexible y abierta al cambio, marcador que otros estudios vinculan con procesos de transformación emocional.
En contextos clínicos, se han desarrollado listas de reproducción estructuradas que acompañan las sesiones. La Johns Hopkins Psilocybin Playlist y el Copenhagen Music Program son algunos de los ejemplos más conocidos. Las piezas, que oscilan entre lo etéreo y lo emocionalmente intenso, están diseñadas para modular la experiencia sin imponer un rumbo fijo, evocar imágenes internas y facilitar momentos de apertura. Un estudio en pacientes con depresión resistente ha respaldado su impacto: la música intensifica las emociones, facilita la orientación durante la experiencia y, cuando hay una mayor conexión con ella, se asocia a mejores respuestas clínicas.
Sin embargo, no existe una única fórmula. La música, como la experiencia psicodélica, es profundamente personal. Factores como la cultura, los recuerdos biográficos y el estado mental influyen en cómo se percibe una pieza musical. Por ello, actualmente se exploran estrategias de personalización con interpretaciones en vivo y herramientas digitales que adaptan el componente sonoro al contexto y necesidades del paciente.
Integrar la música de forma informada y sensible no solo mejora el entorno de la sesión, sino que puede potenciar la profundidad del proceso terapéutico. Más allá de las partituras y ondas sonoras, la música en este contexto es un lenguaje capaz de sostener, abrir y transformar.

